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Madame Moreló

 

 

Estaba leyendo Chicas serias de Maxine Swann, la historia de dos chicas en un internado de Estados Unidos, cerca de Nueva York, a fines de los ´80. En unos de los primeros capítulos, la narradora presenta a su profesora de francés, un retrato lleno de detalles deliciosos y vívidos que me hicieron acordar a Madame Moreló.

La o de su apellido no llevaba tilde, pero cuando se presentó en la clase ella lo acentuó de ese modo y nosotros la seguimos llamando así. Madame Moreló fue nuestra profesora de francés los tres primeros años del secundario. Parecía vieja y a la vez tenía un cuidado en su apariencia que engañaba. Se vestía con ropas masculinas: pantalones pinzados, camisas cerradas hasta el cuello, chalecos, camperas de cuero con hombreras y pitucones de piel. Extremadamente elegante para un colegio de Almagro venido a menos. Llevaba el pelo con forma de casco de la Primera Guerra Mundial, bien pegado a la cabeza, a veces cobrizo, a veces borgoña. Ese corte hoy se puso de moda pero hace 30 años era una extravagancia, más para una mujer de su edad. No me extrañaría que Madame Moreló siguiera la tendencia de los salones franceses.

Generalmente los últimos minutos de la clase los dedicaba a contarnos cosas de París. Nos llevaba mapas y fotos de los bouquinistes que venden libros a la orilla del Sena, de la Torre Eiffel, de Les Invalides donde descansan los restos de Napoleón Bonaparte, del palacio de Versalles. Le interesaba que no solo aprendiéramos la lengua, sino que supiéramos también algo de la cultura viva de un lugar que existía del otro lado del océano. Éramos viajeros pobres que mirábamos la ciudad luz a través de sus ojos. Toda esa explicación de París y sus alrededores era en castellano y con frases muy armadas, por ejemplo, si hablaba de la Torre Eiffel decía “no nos impresiona debido a su hechura en calado”, y siempre que hablaba de la torre repetía exactamente la misma frase. Mi amigo Hernán Lucas, que es poeta y todavía se acuerda de esas cosas, dice que ella hablaba con bloques de lenguaje fijo. Como si tuviera miedo de olvidarse el castellano y necesitara aferrarse a una rutina de palabras.

Para acercarse a nuestros gustos, o a lo que ella creía eran nuestros gustos, nos enseñó una canción que por aquellos años se bailaba en todos lados. Voyage, Voyage. Primero nos hizo recitar la letra para aprenderla y después empezamos a cantarla al final de su clase. Ella nos dirigía moviendo los dedos, mientras nosotros entonábamos desafinando como perros. A nadie se le ocurría levantarse y ponerse a bailar, a lo sumo cabeceábamos un poco hacia delante o balanceábamos los hombros a los costados.

Madame Moreló quería que aprendiéramos. Y aprendimos. Se empeñaba en enderezar a los menos estudiosos. A ellos se acercaba para hacerles preguntas sobre los diálogos del libro de lectura o sobre un nuevo tiempo verbal. No nos perdía de vista en ningún momento. Si se daba vuelta para escribir algo en el pizarrón y nos oía hablar, pronunciaba un apellido sin voltearse a mirar quién había sido. Lo pronunciaba con voz pausada y solemne, alargando las vocales. También decía una frase maravillosa: Gooomeeez, tengo ojos en la espalda. Nos intimidaba, pero a la vez era una amenaza muy surrealista. ¿Cómo no imaginarnos ese par de ojos muy abiertos, delineados de negro, esos ojos de vampiresa vieja, en los omóplatos de Madame Moreló?

 

Alejandra Zina (en la época del cole, Alejandra Prilutzky).

Egresó en 1991.

Actualmente escribe y coordina talleres de escritura en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica, y de forma particular. 

Publicó la antología Erótica argentina (2000) y, en co-autoría con Guillermo Korn, la compilación En primera persona. Correspondencia argentina en dos siglos (2003); los libros de cuentos Lo que se pierde (2005) y Hay gente que no sabe lo que hace (2016); y la novela Barajas (2011). 

"colegio mariano moreno nº 3"
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