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Recuerdos de Miguel Vitagliano, en Para educar, Ministerio de la Nación, Presidencia de la Nación. (http://www.aportes.educ.ar/sitios/aportes/recurso/index?rec_id=107357&nucleo=literatura_nucleo_ense%C3%B1anza)

 

 

Aquí, allí, en todas partes

 

Estudié en el Colegio Nacional Mariano Moreno desde 1974 a 1978 y siempre, antes como alumno y ahora como ex alumno, me sentí orgulloso de eso. A la hora de destacar recuerdos de mis clases de Literatura y Latín se me hace difícil la selección, particularmente porque todo en el Moreno me enseñaba a leer, y a descubrir que cuanto había a mi alrededor podía ser leído. El edificio en sí era una enciclopedia con sus gabinetes de ciencias, los preparados de anatomía, los artefactos de física y una biblioteca colosal en la que una vez, trepado a las escaleras, dejé unos poemas perdidos entre volúmenes inaccesibles para que fueran encontrados por alguien. También tenía una zona interdicta a los alumnos, el sótano, que promovía nuestra fabulación tanto como la incógnita sobre la identidad de la cabeza de un mulato en formol del laboratorio. Sabíamos que allí había una pileta abandonada y, cosa que aseguraban los egresados del 74, una salida secreta a las vías del subterráneo de la estación Loria. Y, como si fuera poco, un mediodía del 75 una profesora de Historia nos enseñó el himno del colegio, escrito por Baldomero Fernández Moreno, que había sido profesor del Moreno. Difícil no sentir igual que entonces que la escuela era un libro y que había que ser lector, elegir ser lector, de ahí en más, de todo cuanto me rodeara y en sus más diversos géneros escolares: la aventura, la rebeldía, el sarcasmo, la ingenuidad, la burla, la incomprensión, la crítica, el asombro, el descubrimiento, la insolencia, el autoritarismo, y la solidaridad. Difícil sentir que la literatura tenía un espacio acotado en el horario semanal, cuando mi profesora de Matemática de segundo año cambió la dureza de su reto al ver que no prestaba atención pero que estaba leyendo Veinte poemas de amor... de Neruda. O cuando la profesora de Física, en quinto año, repartió salomónicamente dos unos, a un compañero y a mí, enfrascados en una experiencia que llamábamos dadaísta: dibujar un poema mientras el otro escribía un dibujo. Nos desafió a borrarnos el uno si a la clase siguiente le llevábamos una carpeta con dibujos y otra con poemas que fueran realmente buenos. Para nuestra sorpresa y pese a nuestro esfuerzo, la profesora Ratto fue intransigente con su primera decisión.

 

    De mis clases de Literatura destaco, por sobre todo, las lecturas en voz alta que debíamos hacer y el aprendizaje de ciertos poemas de memoria. Como diría George Steiner, esos poemas se han quedado siempre conmigo, y me siguen hablando del que soy y no solamente de aquel adolescente que fui. Recuerdo –y voy cambiando con ellos, así como se renueva mi percepción ante las fotos viejas– un soneto de Lope de Vega, versos de Estanislao Del Campo, poemas de Rubén Darío, Baldomero Fernández Moreno y Borges. La lectura en voz alta era el aprendizaje para sentirnos distintos. Nadie era igual a lo que parecía en el momento en que empezaba a leer en voz alta, fuera por el tartamudeo vergonzoso o por la claridad insospechada en la entonación. Una escenificación de lo que era el viaje de la lectura y, más aún, la primera constatación de que en cada uno de nosotros había otro, tan igual y distinto al que parecíamos. Y que esa voz, ese otro, seguiría allí aun cuando terminara la lectura de Levene, Borges, Mujica Lainez, Cortázar, El Mio Cid o el Quijote. Algo similar ocurría en las clases de Latín cuando, como trabajo práctico de investigación, la profesora nos daba una cita de unas líneas y debíamos averiguar, en dos semanas, quién era el autor, cómo era la traducción, cuál era la obra y el contexto en el que había sido escrita. El desafío del descubrimiento nos resultaba más significativo que contar o no con una metodología.

 

    Esa clase de órdenes, sin embargo, estaban en otro sector, en ese lugar semioculto que también oficiaba de aula: el baño. Entre hedores varios, el humo del cigarrillo y los mordiscos a un paty que circulaba de mano en mano, mezclábamos rigurosamente todo el saber y las experiencias que la dictadura nos tenía vedados. Libros, discos, y acordes de canciones se combinaban en esos seminarios de las 9 y de las 11, y a veces se extendían algo más a riesgo de los disertantes. Allí escuché por primera vez tres nombres que el rigor metodológico obligaba a repetir en un mismo orden: Baudelaire-Rimbaud-Artaud. También en ese preciado lugar comencé a leer El proceso, de Kafka. Y a esos se sumaban Yes, Wakeman, Emerson, Lake & Palmer, junto a los discos de Pedro y Pablo, canciones de la Guerra Civil, Manal, Moris, Quilapayún, Víctor Jara... No puedo jactarme de haber sido el más destacado de los disertantes. Una vez, uno de mis compañeros, que hoy es un actor al que disfruto cuando tengo oportunidad de verlo trabajar, me convenció de que Apremios ilegales era una canción suya y no de Pedro y Pablo.

 

    Con bastante frecuencia transportábamos nuestras discusiones de seminario a las clases de Literatura, generalmente con ánimo provocador. Los resultados no siempre eran desalentadores. A la distancia creo entender que buscaban protegernos ante el frío reinante de esos tiempos. “Hay que leer los autores del otro lado también”, nos replicó ofuscada la profesora de Literatura de quinto año luego de desafiarnos a que le contáramos sobre nuestras lecturas.

 

    Un viernes, lo recuerdo, planeé quedarme en el seminario y así escapar de la clase de la profesora Ratto. No sé qué tema había convocado mi atención, pero sin duda era mayor que cualquier tema de Física. Poco después, pasados unos minutos del timbre de entrada a clase, un compañero vino a buscarme conmovido. La profesora reclamaba mi presencia, quería felicitarme ante la clase por un poema que había publicado en la revista escolar. El poema se llamaba “Blanco”, apenas si recuerdo el título y algún verso; a las palabras de la profesora Ratto, en cambio, las recuerdo mejor, mucho mejor, y son entrañables. El entusiasmo de ese día no impidió, cosa que lamenté por entonces, que me llevara la materia a marzo. Pero, afortunadamente, al resto de las cosas las sigo llevando conmigo, tan lejos como puedo.

Miguel Vitagliano nació en Buenos Aires en 1961. Es licenciado en Letras, novelista y docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Publicó las novelas Posdata para las flores (1991); El niño perro (1993); Los ojos así (1996), ganadora del Anna-Seghers Preis 1996 y traducida al alemán en 2004; Cielo suelto (1998); Vuelo triunfal (2003); Golpe de aire (2004), La educación de los sentidos (2006) y Cuarteto para autos viejos (2008).

"colegio mariano moreno nº 3"
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